Se desgranan los viernes uno tras otro, cada vez con más prisa para dar paso al verano.
El sol se oculta con una timidez poco usual, quizá para llegar dentro de poco con ese esplendor que nos deja sin respiración.
Los días transcurren en paz, rota de vez en cuando por gritos de chicos en la escuela, por esos tropiezos cotidianos que le dan sal y gusto.
Se acercan momentos importantes, experiencias aún no vividas que llenan la mente de planes. Se acerca el ansiado descanso... instantes enormes y dulces.
Leer sin mirar el reloj.
Cocinar desde temprano, probando sabores con los ojos cerrados.
Dormir sin despertador.
Salir a ver cómo se pone el sol.
Hacer la maleta... y deshacerla de nuevo para volverla a hacer.
Escribir en las páginas de papel reciclado del diario de a bordo que llevo.
Visitar a los seres queridos sin prisas, tomar ese té (hoy sí).
Acostarse en el sofá a mirar el blanco del techo.
Bailar y cantar a cualquier hora.
Bañarse en agua tibia, a la luz de las velas.
Comer helado, sentir helado, vivir helado... de chocolate.
Notar una delgada capa de ropa sobre la piel.
Sentir el suelo bajo los pies.
Y la carne al aire y al sol.
Eso espera más allá de los próximos dos meses... con ilusión.