Aunque el tiempo pase.
Hay muchas formas de ver India.
La monumental, cargada de historia, de belleza, de arte; palacios, templos, tumbas; maravillas del mundo, patrimonio universal.
La natural, con sus junglas verdes de teca, los monzones generosos, el agua que se desliza veloz y en cantidades inimaginables. Los animales de todo tipo con los que allí se convive de manera igualitaria, demostrando que se puede conseguir que el hombre pertenezca a la unidad de la Naturaleza. País rico en vegetación, exhuberante y hermoso.
Aquí voy a dejar, sin embargo, un primer testimonio fotográfico de lo que más llama la atención al visitar el país: sus gentes. Variopintas, llenas de color, de miradas y sonrisas. Envueltas en un halo de misterio, devotas de su religión, herederos de miles de años de sabiduría que hoy parece quedar en un olvido triste. Descendientes orgullosos de marahas, de sacerdotes bhramanes, de arquitectos impecables, estudiosos de las matemáticas y de las ciencias celestes. Agricultores certeros, artistas del cincel, que hoy se pierden entre calles atiborradas de gente sin trabajo, sin dinero, sin futuro.
Hijas que son la desgracia de sus padres, que se preguntan cómo van a pagar su dote. Hijos que marchan a la capital a convertirla en una de las más pobladas del mundo, y también de las más contrastadas, sin saber si acabarán mendigando, como tantos otros, por las calles.
Sólo hay que mover la pequeña barra gris que hay en la parte inferior de las fotografías y descubriréis una de las cosas más hermosas y aleccionadoras que me traje de India: sus ojos.
Mi amiga y yo éramos aquella noche las únicas extranjeras que presenciabamos la ceremonia de la puja en un templo de Orcha, pequeña población india. Al principio me sentía extraña... no compartía su fe, ni conocía sus cantos, ni comprendía los motivos por los que hacían las ofrendas y se movían de ese modo tan especial. Algunas cucarachas corrían bajo mis pies descalzos sobre el mármol caliente, aún de noche, y la luna empezaba a presentar su cuarto creciente allá en lo alto.
Los niños, como en todas partes del mundo, corrían y jugaban ajenos a todo, y entonces ella nos vió. Me miró y abandonó el juego para venir a tenderme la mano y saludarme, con un brillo en los ojos que impresionaba. Hablaba un buenísimo inglés, y preguntaba por todo y de todo. Y, sobre todo, no apartaba sus ojos de los míos. Inteligente, preciosa, curiosa... por primera vez alguien en India no me pidió dinero, algo a lo que están demasiado acostumbrados. Ella sólo quería saber.
Intenté contestar a sus preguntas pero mi mente estaba en su futuro. En unos años, probablemente la casarán con alguien a quien ella no podrá elegir, vivirá entre la basura y la superstición, a no ser que tenga ocasión de estudiar o que salga del pequeño lugar en donde vive.
Así es India, como ella. Hermosa, inteligente, llena de cosas por saber, por entender, pero anclada en el pasado, sin posibilidades inmediatas de salir de esa pobreza no sólo material, sino de espíritu en la que vive la mayoría. Los mismos que nos enseñan el valor de la meditación y del interior humano son los que hoy día malviven con el mero exterior.
Aún así, hay esperanzas. La esperanza está en su mirada, en sus ganas de más, en esa sonrisa y en la ilusión de que todo consiste en aprender. Esa noche creo que lo hice yo más que ella.