Isabel
Se desgranan los viernes uno tras otro, cada vez con más prisa para dar paso al verano.
El sol se oculta con una timidez poco usual, quizá para llegar dentro de poco con ese esplendor que nos deja sin respiración.
Los días transcurren en paz, rota de vez en cuando por gritos de chicos en la escuela, por esos tropiezos cotidianos que le dan sal y gusto.
Se acercan momentos importantes, experiencias aún no vividas que llenan la mente de planes. Se acerca el ansiado descanso... instantes enormes y dulces.

Leer sin mirar el reloj.
Cocinar desde temprano, probando sabores con los ojos cerrados.
Dormir sin despertador.
Salir a ver cómo se pone el sol.
Hacer la maleta... y deshacerla de nuevo para volverla a hacer.
Escribir en las páginas de papel reciclado del diario de a bordo que llevo.
Visitar a los seres queridos sin prisas, tomar ese té (hoy sí).
Acostarse en el sofá a mirar el blanco del techo.
Bailar y cantar a cualquier hora.
Bañarse en agua tibia, a la luz de las velas.
Comer helado, sentir helado, vivir helado... de chocolate.
Notar una delgada capa de ropa sobre la piel.
Sentir el suelo bajo los pies.
Y la carne al aire y al sol.

Eso espera más allá de los próximos dos meses... con ilusión.
Isabel
Qué bien me ha ido hoy, para empezar el post, haber leído una frase de Quevedo que dice:

"Todos deseamos llegar a viejos; y todos negamos que hemos llegado."

Algo así quería yo escribir hoy, una vez pasadas las ansiadas vacaciones de Semana Santa que tanto bien nos hacen a más de uno.

No he querido moverme de casa. Necesitaba el hogar, mis cuatro paredes, mis hijos cuando los he tenido y mi soledad cuando no ha sido posible que ellos estuviesen. Necesitaba enfrentarme a fantasmas, ver la televisión, retomar el libro que llevo leyendo desde el verano y nunca se acaba, terminar proyectos, mirar a mi vida a los ojos otra vez.

He envejecido.
Y no lo digo por mis aspecto o por mi edad; ambos se conservan como si hubiese pagado precio al diablo. Ha envejecido mi manera de mirar alrededor, mi modo de enfrentarme al presente, mis sentimientos, mi corazón. No es una vejez senil, aunque la siento prematura. Es una sensación como de haber vivido mucho en poco tiempo.

Desde que cumplí los 40, mi vida ha girado y girado en un torbellino de vivencias imposibles de describir. Mi salud ha sido buena, tengo trabajo estable, mis hijos crecen con normalidad... sin embargo he tenido que adaptarme en poco tiempo a cambios muy bruscos.

Y no significa que no sea lo normal en todo el mundo... por eso pasa el ser humano en un momento dilatado de su vida, en el que deja sueños infantiles, ideas sublimes, proyectos imposibles atrás y se dedica, poco a poco, a vivir lentamente la vida que queda. Yo lo he hecho en pocos años, bruscamente.

Demasiada sensibilidad, poca madurez llevada a lo largo de los años, mucha confianza en personas y destinos elevados, demasiados apegos, exceso de ideales. Al final, sigues siendo una humana mortal que tiene hambre y sueño, y ganas de afecto y de abrazos y besos, que se enfada y que tropieza... y quiere y a veces, no llega.

Nada más que eso, pero concluyendo tan de repente, que el alma envejeció sin darme apenas cuenta. Así que no, no voy a negar que estoy llegando a vieja... quizá porque me gusta demasiado haber aprendido tanto y que, mientras, las experiencias no hayan dejado huellas en mi rostro.
¿O sí lo hicieron en mis ojos?