Isabel
Casi mediados de junio y siento algún que otro escalofrío. La temperatura no es lo que debiera ser, muchos días en gris y sin sol.

Mientras intento escribir algunas palabras más del artículo que debo entregar a final de mes, voy y vengo en mis pensamientos... quizá porque me resulta más difícil escribir bajo pedido que cuando las ideas vagan libres y los dedos bailan con ellas. Y mis pensamientos a veces se escapan hacia atrás, hacia mi mundo irreal, el que inventé un día para mí y que me costó trabajo aceptar que no era más que producto de una imaginación enfermiza e hipersensible y de una necesidad terrible de afectividad.

A ratos aún siento ramalazos de esa necesidad, pequeños latigazos en las sienes que me transportan a sueños imposibles. Ahora, sin embargo, todo es distinto porque soy consciente de lo que son, de lo que soy y de lo que tengo que hacer.

Desconecto rápido. No sé bien cómo lo hago, pero sé que lo hago. Hay una especie de interruptor en mi mente, con clic incluído, que apaga la irrealidad y me devuelve al mundo tangible. Y, con él, se apagan también la necesidad y los sueños.

Mi vida real se expande a través de la ventana que tengo enfrente, se envuelve de los ruidos de la calle y, sobre todo, de la tremenda sensación de que, en lugar de estar escribiendo todo esto, debería acabar el artículo que me pidieron.

Quizá mi destino es vagar eternamente entre ese punto irreal que se esconde en el fondo de mi mente y lo que en este momento me rodea.