Se me pierde el mundo en el que creo, aquel en el que siento que todo es bueno. Se escapan aquellos ideales que daban alas. Se entristecen los niños, ya no sonríen... luchan con ojos vacíos, por cosas vacías, sin razones, sin motivos.
Dentro de mí sigue latiendo la idea, el pensamiento fluye como antaño. Me late la fe en las entrañas, me vence la intensidad, las ganas de guerrear por lo que quiero, aunque lo que ven mis ojos sea distinto. A mi alrededor se pierden las creencias en un mundo mejor... quizá son más realistas, quizá nada más les enseñaron, quizá perdió la humanidad toda esperanza y sólo unos pocos intuyen que aún no estamos muertos.
Mi mundo se resquebraja a golpe de machete, lo rompen las máquinas; lo ensucia el hombre, de basuras y de infelicidad, de engaños y de poder. Y aún así siento que los corazones suenan en el silencio, el que provoca la insensatez y la desidia. Si sólo pudiésemos escuchar... si sólo detuviésemos un segundo la vorágine de nada que nos envuelve, podríamos ver más allá del egoísmo y encontrar un lugar donde descansar.
Mis jóvenes no encuentran ideales, ni razones, ni vida, cuando hay tanta y la sienten escondida. Detrás de su necesidad de afecto y de su falta de amor, de los besos sin sentido, de abrazos sin calor. Y les digo que hay que luchar y creer, que hay que superarse y vivir, que primero te reconoces para conocerte en otros. Que no duele pedir perdón, ni dar las gracias, ni decir por favor, que el Amor vale la pena, aún con sufrimientos. Que darlo todo es grande, que vivirlo todo es bueno, pero siempre sintiendo.
Me lo quieren cambiar, el mundo; pero yo aún lucho por todo aquello en lo que creo.
Hoy tuve dos conversaciones maravillosas que marcaron mi día: con Héctor y con Marta, dos de mis alumnos de cuarto. El primero quiere cambiar las cosas y no sabe cómo. La segunda sólo quiere amar y no sentir que no es nada. Ambos valen la pena y deben mirarse en el espejo del alma, encontrar sus propios ideales, y pelear por ellos, lejos del ambiente vano en que se mueven.