En la soledad de ese mundo frenético de la ciudad a veces nos miramos... rostros grises en su mayoría, perdidos los ojos en meditaciones profundas, en caminares automáticos, en procesos que hacen apretar los puños en los bolsillos del abrigo y, a la vez, también los labios que enmarcan el rostro.
Entre la multitud, levanto mis ojos y percibo una luz especial: por un segundo, tengo enfrente un semejante que sonríe. Le sonríe la mirada, le sonríe la boca, le sonríe el aura que le envuelve en ese breve instante en que cruza a mi lado. No sé a quién vió ni qué captó su atención, pero la calle pareció llenarse de aire fresco.
No sé qué cuesta elevar la mirada hacia los edificios más altos cuando el sol empieza a salir temprano y los inunda de fuego, mezclando de rojos e incipientes azules el cielo. No sé qué cuesta detener un momento la vista en los juegos de los niños, ajenos al frío, al tiempo y a las preocupaciones. Es hermoso pegar la nariz a los cristales de las pastelerías, viendo cómo el chocolate desborda las napolitanas recién hechas.
Motivos de miradas luminosas, motivos de sonrisa callejera.