imaginar que te siento
acariciando mi imagen
con las yemas de tus dedos.
Tocar el frío cristal
con el calor del recuerdo.
Adivinar tu mirada
tras esos ojos que veo.
Saber que en ellos está
tu reflejo.
Con el tiempo se aprende más, con la experiencia se acumulan viviencias y se llega a la conclusión de que hay barreras que oprimen y ocultan lo que somos: las de esas enseñanzas que fueron puntal un día y que hoy ya no sirven.
Nada es tan complicado como desaprender todo aquello que se quedó dentro, en un rincón de la mente, como letanías impresas a sangre y fuego.
Los hombres no lloran.
Demostrar sensibilidad no es bueno.
Ser como se es te hace vulnerable.
Desconfía por sistema.
Hay que pensar primero en los demás, nunca en uno mismo.
Hemos venido a este mundo a sufrir. Resignación.
Es mejor soportar que quejarse.
No digas lo que piensas.
No hagas lo que quieras.
Sonríe siempre, aunque tengas ganas de gritar.
Que nadie te vea mal, no pidas ayuda... el orgullo, el amor propio...
No hables de amor al hombre, es su papel.
No pidas, ni supliques, ni te arrastres, ni reclames, ni exijas... resignación.
Y tantas, y tantas cosas que conforman caracteres, que silencian emociones, que llenan los ojos de tristeza y el alma de pobreza.
No me resigno, porque no he venido a este mundo a sufrir. No soporto bien el dolor, y sólo lo concedo a quien quiero, pero cuando lo doy, lo siento. No tengo orgullo si persigo lo que amo, no me importa lo que piensen, lo que digan, pero digo lo que pienso esperando que me entiendan. Hago lo que quiero, mientras no dañe a nadie. Lloro y reclamo mis derechos, pido ayuda y la doy cuando se necesita, pienso en mí antes que en nadie... porque nada puedo dar si nada tengo.
Los hombres lloran, y adoro su sensibilidad. Y lloro, y me río, e intento ser feliz a toda costa, agarrándome a las gotas de lluvia y a las hojas caídas del otoño.
Y si amo, lo digo primero. En alto, con ganas, perdiendo o ganando.
Desaprendo poco a poco, pero creo que lo hago.
Los objetos y momentos que moran con nosotros, desde el amanecer al ocaso, las pequeñeces del día, la hojarasca que me sirve de alfombra en el otoño, que abriga mis pasos y tapa el ensordecedor ruido de la ciudad. El mismo ruido que atiborra los sentidos.
Ese liviano instante que inmortalizaron los poetas del haiku y que dejaron impreso en letras para disfrute de la mente que se entretiene en recordar lo que ya no existe.
A mi alrededor, silencio nocturno. Los restos de la cena en familia, ese libro que contiene versos, la televisión apagada y muda, por fin. Los cacahuetes desparramados sobre la mesa, como parte de un pequeño autorregalo que he disfrutado intensamente. Esta pantalla encendida, las teclas garabateando pensamientos.
Todo lo que compone mi alrededor en los segundos en que poso la mirada me sirve de inspiración para proclamar a los cuatro vientos que amo el instante preciso en el que vivo, aún no sabiendo lo que me espera en el siguiente.
Y deseo ofrecer un humilde homenaje a lo que siento, una pequeña ofrenda a cada momento, en forma de algunos haiku que he aprendido que son el elogio del instante.