Isabel
Florecen los almendros cuando aún hace frío.
A finales de febrero se abren los brotes verdes y amanecen flores blancas como la espuma del mar. Se recortan luminosas contra el azul del cielo, cada vez más intenso.
Mientras regreso a casa empieza a acostarse el sol, cansado de su latir diario que acompasa al mío. Las flores brillan cuando la luz las hiere en el costado, inundando el cielo de primaveras.
Cuando plantaron los árboles de mi calle, no sabía qué saldría de aquellos tallos desnudos, flacos, que parecía que no podrían soportar el invierno largo y frío que nos azotó este año. Pese a las lluvias, al viento que se llevó los enormes pinos que llevaban años en la plaza viendo los juegos de los niños, ellos se mantuvieron erguidos, jóvenes y orgullosos, pidiendo la oportunidad de llegar a ser. Y fueron.
Hoy son pequeños almendros blancos que alegran la calle, a la gente, mi vista y mi corazón. Fuente de ilusión que anuncia el buen tiempo en el alma, la calma. Fuente de esperanza que une a los seres vivos en una comunión de sentimientos igualados. Si ellos crecen, yo crezco. Si ellos pueden, yo puedo. Si ellos nacen a la vida, yo vivo con ellos.
Flores albas que adornan la vida mientras aún hace frío.

Isabel
"Se despidió el amor, al alba,
mecido por la suave brisa.
Abrió los ojos despertando,
sin prisa.
Pensó en el tiempo pasado,
también en el que ha de venir,
y decidió que ya era hora
de partir.
En el silencio mudo del sueño
descubrió una salida,
al encontrar su esperanza
perdida.
Y en los primeros días de junio
escapó por la ventana,
como el ave que resurge
de la nada.
Volando hacia otros mundos,
buscando un nuevo sueño,
amor de seis primaveras
sin dueño".
Isabel
Es hermoso pasear por Berlín bajo la nieve. Sentir el frío en las plantas de los pies y también en la punta de la nariz cuando alzas el rostro para intentar divisar, entre las nubes opacas, dónde acaba la torre de telecomunicaciones de Alexanderplatz.
La ciudad es amplia, de calles anchas por donde la gente camina ajena a la temperatura inclemente hasta que, cuando anochece, desaparecen en el interior de sus casas confortables, aislados de la noche helada.
Desde la ventana de mi apartamento veo Nollendorplatz, la espléndida estación de metro y, muy cerca, el Goya, sala de fiestas muy privada de bella fachada, sólo para soñadores y trasnochadores.
En tres días, caminando casi incesantemente, se puede ver lo mejor de Berlín. La parte más nostálgica, más oscura de su historia, preferentemente de noche:

Los restos del muro, donde sobreviven los fantasmas de las miradas incrédulas de aquellos que lo vieron alzarse en un momento ante sí, perdiendo de vista a aquellos que amaban. El Check Point Charlie, recordando dónde acababa la libertad y empezaba la miseria. El Museo Judío, hermosa obra de arte por dentro y por fuera, precisamente por su minimalismo y su sencillez aparente. Dejé mi mensaje utópico (quién sabe...) en las granadas del árbol que, lleno de buenas intenciones, preside una de las salas.

Muchos recuerdos del pasado a cada instante, para no olvidar lo que no debe volver. Memoria viva del desastre de los pueblos, de la guerra y el terror, contrastado con el Sony Center, tan moderno, tan fascinante y atractivo, en el que pareces haber alcanzado un futuro lejano.
Pero lo más agradable, el paseo por Unter der linden (Bajo los tilos), amplio, inspirador, en toda su longitud, de románticos momentos, de caminatas interminables bajo la nieve, del retroceso en el tiempo que nos devuelve el mágico esplendor de la bella Alemania.