Isabel
Hoy por hoy, es uno de mis mejores amigos. De carne y hueso, que me mira y que me habla, y sé lo que piensa en ese momento.

No sé por qué lo hice, pero estábamos ante su ordenador cuando le enseñé el blog... por encima, sin grandes detalles, sólo le expliqué que tenía uno desde hacía tiempo. Creo que no llegó a leer nada... sólo me miró estupefacto, esos ojos que se le salían de las órbitas, como si fuera poco menos que pecado, y me dijo un ¿por qué? que me retumbó en los oídos.

En ese momento comprendí mi intuición de no dar la dirección a amigos, familiares ni conocidos (excepto una o dos personas de mi entera confianza, que saben y respetan mi decisión). No lo entienden.

Como él, mucha gente no entiende que me sienta bien hablando con desconocidos, escondiendo quizá la cara, pero dando el corazón. No entiende que, cuando es de noche, se sienta junto a su esposa y le cuenta lo que siente, lo que hace, lo que ve.

Hay noches que miro el teléfono y sé que no puedo hacer esa llamada. Que miro la pantalla del ordenador y sé que no voy a poder hablar. Que leo el correo y sé que las cartas se pierden en el espacio.

Me queda este lugar en blanco, mío, suyo, monumento al amor y al silencio, a la vida y al futuro. Mi libertad de decir o de hacer, de sentirme como me dé la gana. Mi anonimato detrás de mi propio nombre. El compartir palabras y sentimientos con personas que no me juzgan, y que si lo hacen no me lo van a decir a los ojos, porque aquí casi nadie tiene, ni falta que nos hace.

¿Por qué? Porque necesito dejar en algún lugar todo lo que acumulo durante un tiempo, si no cada noche.

Porque necesito hacer una llamada y no puedo.
Isabel
Llevo tiempo luchando. Ya son años los que empleo en la búsqueda del conocimiento. Del mío, primordialmente. Del de la humanidad, después... sobre todo, por la impotencia que acarrea el intento.

Escudriño mi interior más profundo para observar silenciosamente qué se cuece en mi cabeza, en mi corazón. Busco respuestas a esos "por qué" que en ocasiones me obsesionan. Doy vueltas a mi propia incomprensión... ni sé por qué me estanco en ciertas ideas, en ciertos motivos. Creo que es una cuestión de conciencia.

Hace tiempo que me planteé dejar de vivir una vida falta de sentido propio y lanzarme a las aguas del "no sé quién soy, no sé qué quiero" para averiguar cuál era mi lugar en esta vida. Me he llevado sorpresas... hay cosas que no sé hacer. ¿Y para qué miento, si no es problema de no saber hacer, sino de no querer?

No puedo, de ninguna manera, hacer cosas que vayan en contra de mi conciencia. Y eso me trae problemas, me trae ansiedades en ocasiones. No puedo, ni quiero, perder la dignidad en búsquedas que no me corresponden, por el hecho de que mi soledad a veces se convierta en reclamo para otros. Mi soledad es mía... a veces, no tan querida como aparento, otras terriblemente deseada.

Cuando mi mente y mi corazón dicen "no", no hay nada que hacer, nada que decir... a veces queda la tristeza de la inutilidad aparente, de la impotencia que crece y se arrastra a medida que pasa el tiempo.

Pero yo sé que no es ni lo uno ni lo otro... yo sé lo que escondo, lo que guardo, lo que soy. Sé que es difícil, que es lejano, que tal vez ni es, pero no puedo negar esa voz que percute incesantemente contra mis sentidos.

Y pierdo una y otra vez, y pasan por mi vida con un "no puedo" por respuesta, y me refugio en mi hogar, mis paredes que guardan lo que deseo, y un deseo en el corazón. Y sigo esperando, adelante, a que las estrellas me respondan.

Una vez de las que me miré en el espejo largo rato, me dije a mí misma: -"Prométeme que nunca más harás o dirás nada que no tengas ganas de hacer o decir. Nunca por compromiso, por pena, por soledad. Que, pase lo que pase, siempre lucharás por llevar adelante aquello en lo que crees. Pase lo que pase".


Aunque el tiempo pase.

(He cumplido los 45. Estos últimos cinco años han sido los más intensos de mi vida, los más llenos, los más tempestuosos. Quiero muchos más así)
Isabel

Hay muchas formas de ver India.

La monumental, cargada de historia, de belleza, de arte; palacios, templos, tumbas; maravillas del mundo, patrimonio universal.

La natural, con sus junglas verdes de teca, los monzones generosos, el agua que se desliza veloz y en cantidades inimaginables. Los animales de todo tipo con los que allí se convive de manera igualitaria, demostrando que se puede conseguir que el hombre pertenezca a la unidad de la Naturaleza. País rico en vegetación, exhuberante y hermoso.

Aquí voy a dejar, sin embargo, un primer testimonio fotográfico de lo que más llama la atención al visitar el país: sus gentes. Variopintas, llenas de color, de miradas y sonrisas. Envueltas en un halo de misterio, devotas de su religión, herederos de miles de años de sabiduría que hoy parece quedar en un olvido triste. Descendientes orgullosos de marahas, de sacerdotes bhramanes, de arquitectos impecables, estudiosos de las matemáticas y de las ciencias celestes. Agricultores certeros, artistas del cincel, que hoy se pierden entre calles atiborradas de gente sin trabajo, sin dinero, sin futuro.

Hijas que son la desgracia de sus padres, que se preguntan cómo van a pagar su dote. Hijos que marchan a la capital a convertirla en una de las más pobladas del mundo, y también de las más contrastadas, sin saber si acabarán mendigando, como tantos otros, por las calles.

Sólo hay que mover la pequeña barra gris que hay en la parte inferior de las fotografías y descubriréis una de las cosas más hermosas y aleccionadoras que me traje de India: sus ojos.

Isabel
No recuerdo su nombre. Demasiado complicado. Sólo nueve años y una inteligencia fuera de lo común. La encontré en un templo... mejor dicho, me encontró ella a mí.

Mi amiga y yo éramos aquella noche las únicas extranjeras que presenciabamos la ceremonia de la puja en un templo de Orcha, pequeña población india. Al principio me sentía extraña... no compartía su fe, ni conocía sus cantos, ni comprendía los motivos por los que hacían las ofrendas y se movían de ese modo tan especial. Algunas cucarachas corrían bajo mis pies descalzos sobre el mármol caliente, aún de noche, y la luna empezaba a presentar su cuarto creciente allá en lo alto.

Los niños, como en todas partes del mundo, corrían y jugaban ajenos a todo, y entonces ella nos vió. Me miró y abandonó el juego para venir a tenderme la mano y saludarme, con un brillo en los ojos que impresionaba. Hablaba un buenísimo inglés, y preguntaba por todo y de todo. Y, sobre todo, no apartaba sus ojos de los míos. Inteligente, preciosa, curiosa... por primera vez alguien en India no me pidió dinero, algo a lo que están demasiado acostumbrados. Ella sólo quería saber.

Intenté contestar a sus preguntas pero mi mente estaba en su futuro. En unos años, probablemente la casarán con alguien a quien ella no podrá elegir, vivirá entre la basura y la superstición, a no ser que tenga ocasión de estudiar o que salga del pequeño lugar en donde vive.

Así es India, como ella. Hermosa, inteligente, llena de cosas por saber, por entender, pero anclada en el pasado, sin posibilidades inmediatas de salir de esa pobreza no sólo material, sino de espíritu en la que vive la mayoría. Los mismos que nos enseñan el valor de la meditación y del interior humano son los que hoy día malviven con el mero exterior.

Aún así, hay esperanzas. La esperanza está en su mirada, en sus ganas de más, en esa sonrisa y en la ilusión de que todo consiste en aprender. Esa noche creo que lo hice yo más que ella.