A veces la vida nos guarda sorpresas insospechadas. Regalos de vida para que nos demos cuenta de que, por muy oscuro que todo parezca lucir a nuestro alrededor, siempre hay luz si sabemos mirar.
Mirando hacia Turquía he descubierto más luces de las que esperaba y he recuperado más sonrisas de las previstas. Porque en Turquía no sólo he visto el azul del mar en Antalya, las iglesias de piedra en la Capadocia o las mezquitas en Konya, sino que he aprendido a apreciar el humor turco, finísimo y divertido; las anécdotas del sabio Nasreddir Hodja, que allá por el 1200 y pico ya demostraba cómo se podía ser de inteligente e ingenioso; la meditación y el trance de los derviches de Mevlana y no sólo de ellos, sino de los seguidores piadosos que oraban y se emocionaban ante su tumba.
También he vivido momentos únicos, como el ascenso en globo sobre el valle de Göreme al amanecer... todo un espectáculo de silencio, luz y recogimiento, impresionante y emocionante. La vista de la cascada de Antalya, donde el río se precipita directamente sobre un acantilado de 60 metros de altura en las misma ciudad. La ciudad de piedra de Uchisar, donde la llamada a la oración de la mezquita nos dejaba sin habla.
Son tantos instantes, tantas historias, tantas vivencias... un baile donde turcos enseñaban a españoles pasos para seguir su música, donde no nos distinguíamos unos de otros, abrazados danzando, riendo, sin hablar porque no nos entendíamos. Pero no hacía falta; el entendimiento era otro, era otro el nexo.
No me dejé nada allí al final, no hizo falta porque lo que llevé es mío y yo soy la que debo acomodarlo en mi interior para que no pese. Lo que me traje me llenará durante mucho tiempo. Me enseñaron un poco más a vivir con menos y con mejor.